26.4.12

Sobre los ojos inorgánicos

Llegaron en los estertores del siglo XIX, y con la muerte de éste, tuvieron que pasar a su sucesor en herencia. Empezaron con un  engaño sin intención. Se supone que era un tren, al menos parecía un tren. Las personas allí reunidas vieron un tren. Pero no lo era, sino la imagen de un tren. Imagínate la vergüenza de todos los reunidos en aquel sótano cuando descubrieron que sus gritos desesperados y sus intentos por esconderse habían sido provocados por una simple imagen falsa tomada de la realidad. Los hermanos Lumière debieron reír durante días.

Después reflejaron ficción, difundieron la irrealidad, impulsaron un nuevo arte. Al menos entonces fueron sinceras en su falsedad. Se aplicaron para mentir de forma tan excesiva que acabaron diciendo la verdad. A veces la imaginación puede mentirte de forma que te revele una verdad que la razón jamás había sido capaz de comprender.

Pero su verdadera naturaleza se reflejó cuando se aplicaron para difundir la verdad, los hechos que sucedían en el mundo, las imágenes a las que los ojos orgánicos jamás podrían llegar. Entonces fue cuando se supo: todo lo que pasaba por ellas se falseaba. Las acciones eran actuaciones al pasar por el velo de sus lentes. Las personas se volvían personajes cuando eran enfocadas por su mirada muerta. La realidad se estaba transformando en irrealidad, en una mentira remota que se transmite como verdad a un público al que cada vez le importa menos qué es la verdad. Como si quisiesen creer que el tren va a atropellarles, o como si quisiesen disimular que ellos gritaron ante la llegada del tren haciendo del tren una realidad tangible.

¿Y ahora? Ahora ya no registran sólo otras verdades hasta falsearlas, sino que también entran en la nuestra. La ficción cada vez se acerca más a la realidad y la realidad poco a poco va convirtiéndose en ficción. Nuestras vidas son papeles que debemos representar ante las cámaras que nos observan. Nuestro mundo cada vez se parece más a un escenario con un decorado muy poco realista. Shakespeare nunca tuvo tanta razón.


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